sábado, 17 de enero de 2009

El destierro


El camino del desterrado comienza en la piel y va abriendo surcos que son huellas hasta llegar a la desnudez del hueso; lo carcome y no necesita rótulo que le identifique porque lo lleva escrito con sangre sobre la frente, invisible para el mundo, la inscripción es en el alma.
Quien ha perdido su tierra no encontrará parcela ajena para plantar sus semillas. No germinan estas sobre el desierto de la ausencia. Un desterrado vivo es un muerto sin reposo y muerto, andará en busca de un cuarto de tierra propia donde esconder sus fantasmas hechos huesos bajo alguna enredadera silvestre y envolverse con el aire que despeina las cruces y sacude las lápidas; y no encontrará ese refugio para la descomposición de su latitud perdida.
El destierro duele y crece, sin alivio. Clama el infortunado por la medicina de abrazos que le acerque a su lejanía. Quemadura en el alma e incendio en la piel son el estigma de un hombre lejos de su tierra. Ha perdido la virginidad de su propio nombre y el lodo público le mancha los harapos de la carne desnuda; hay contaminación en el aire que intenta respirar y se desprende un hedor marginal cuando la lluvia le azota el rostro.
Mugriento ser perfumado es el desterrado. Es el mandamiento del pecado que clama por la clemencia o el perdón difusos en la lejanía. Es una huella de sombra entre las arenas perdidas, es el sueño sobre la almohada cómplice de las lágrimas y es el despertar sacudido por la pesadilla.

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