martes, 1 de diciembre de 2009

A veces duerme


Hay días en que el dolor duerme. Se acuesta quedito para no asombrar a la veladora. Pareciera que es paz la lumbre y se niega a nombrar a la herida. Campanillas revuelven a la almohada compitiendo con la misa del silencio. Nadie diga que el dolor es insomne. Nadie diga que el dolor madruga en las ventanas. Diríase que duerme. Pero los párpados mienten y los pensamientos premeditan cómo esconder la sangre que duele en el pecho y amanece disfrazada de lágrima en la blancura de la almohada. Esto lo descubren las ojeras cuando el alba canta. Que nadie diga que el dolor duerme. Es un asesino silencioso que se guarda con dignidad la amargura prenne de los días sin luz. Cuando el sol pone a dormir su luz, los fantasmas del dolor hacen su presencia en las ventanas. Y que nadie diga que se cierre el postigo, esos fantasmas claros son nubes de olvido y polvo mismo de ausencia. Tiene cuerpo el dolor: amorfo e incoloro; es muy capaz de adueñarse hasta de las almas puras y es que no sabe de distinciones. Se adhiere a la piel cuando nadie le llama y convulsiona hasta estallar en los ojos. Se sienta en la cama sin que se le llame y destruye la suavidad de los sueños con alevosía. Que nadie diga una palabra en defensa del dolor: merece que se le ejecute para que jamás alguna nube adopte su forma. Entre los hornos de la sangre ha de dormir convertido en el recuerdo malsano de lo que pudo ser un tornado limpiador. No hay permiso para el dolor. Lo prohíbo, viento. Lo niego, lluvia. Lo destierro, rosa. Lo ignoro, hijo. Lo ejecuto en el sueño, Humanidad. Los ojos rojizos se niegan al sueño para que ese dolor peregrino no encuentre las ventanas abiertas y cabalgue en busca de nuevos horizontes donde le hayan cambiado el nombre y es que no quiero que visite almohadas de almendros. Si te nombras dolor, sueño… yo te destierro de los párpados de los seres amados. Con mis ojeras basta.