
Hoy es un día especial. Estreno vestido y peinados nuevos. Voy a exhibir mis atributos de mujer madura por las aceras de mi calle. Es una tarde magnífica, apacible, fresca; sobre todo exenta del fastidioso viento que más que refrescar solamente arruina cualquier peinado. Todos me miran al pasar, seguramente les parezco hermosa y plena. Me siento admirada y esto despierta en mí una coquetería poco usual. Por eso y otras razones es un día extraordinario. Detenida ante una vidriera me recreo en observar miniaturas y más. No sé explicar en qué momento llegó esta ráfaga de viento tibio que deshizo mi peinado y arruinó mi vestido alzándolo hasta la cabeza; una ligerísima llovizna salpicó mi rostro recién maquillado. Creo que nadie me vio; pero el enojo me trajo de regreso hasta la casa y en el momento de abrir la puerta sentí una llamada insistente al teléfono. Acudí presta y todavía enojada:
_ Hola, ¿quién es? – Del otro lado de la línea escuché la voz entusiasta de mi mamá.
_ Feliz cumpleaños, hija. Acabo de mandarte un abrazo con el viento y un beso con la nube. Espero los recibas en cuanto te asomes a la ventana.
Yo me quedé sin palabras mientras una ternura intensa sustituía el enfado injustificado de minutos anteriores y una lágrima tibiecita hizo un caminito desde los ojos hasta la boca. Hoy ha sido un día muy especial porque he sentido la presencia de mi mami en las caricias de Dios. Feliz cumpleaños, el del amor a través de la distancia. El mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Detrás de la ventana siempre mi cuerpo espera a la lluvia y al viento aunque no sea mi cumpleaños. Te los devuelvo, madre, lleguen hasta ti.